Aizpearro, el anfiteatro mágico de Basajaun
Un hundimiento construyó una gran cueva abierta en la sierra de Aralar
Alberto González – otia@basozaina.com
A menos de 800 m. de los refugios de Igaratza hay un lugar en el Aralar que no tenía nombre, un lugar cerca de todo pero escondido de todo, un espacio íntimo y apartado, desconocido y misterioso, un fantástico fenómeno geológico natural propio del karst, que salvando distancia y tamaño, recuerda a la espectacular cueva Lezeaundi de Urbasa, junto a las chabolas cupulares de Arbizu.
Hace miles de años este lugar lo utilizaban los pastores que vivían y veneraban estas tierras, los que construyeron dólmenes, menhires, chromlech y leían con pasión al sol, la luna y las estrellas. Tras su abandono, durante cientos de años también lo habitaron lobos, osos y otras fieras. Luego, nuevos vecinos trajeados en lana y piel lo recuperaron como redil perfecto y natural para caballos, vacas, cerdos y ovejas, también para plantar una cómoda chabola donde refugiarse los largos veranos de la sierra.
Justo donde se separan los grandes pastos de altura del laberíntico y expuesto roquedo de Desaomalkor, un gran hundimiento del terreno de eje Sur Norte construyó una gran cueva abierta en forma de concha con excelente acústica. Allí el eco responde obediente con sonidos que parecen viajar desde otros tiempos a un desnudo y abandonado presente. Debajo, un cómodo escenario donde protegerse de la lluvia, luego un foso de orquesta o redil curvado, al frente unas gradas en piedra seca que culminan en dos escalonadas, alargadas y pequeñas praderas desde donde no se avista pero se intuye la gran hoya, aquí todo huele a piedra, hierba, fuego y sorpresa. Con buen criterio Jesus Elosegi lo bautizó como la gran peña de abajo, Aizpearro.
Protegido de los ácidos vientos del Norte por la suave elevación de Desao, la gran cubierta de piedra en forma de concha tiene un estrecho canal inferior que se puede gatear con facilidad. Desde aquí se accede a la dolina trasera y nos introduce en una maraña de rocas y hayas en donde no es difícil perderse. A pesar de que el lugar es una efectiva ratonera de la que no puede escapar el ganado, el que esté en el secreto puede a voluntad aparecer y desaparecer de allí como por arte de magia sin necesidad de rutina ni explicación alguna. Es territorio profundo, son los dominios de Basajaun, que antes de llegar la tormenta y encaramado en la gran roca, agita su bastón para que el ganado haga sonar los cencerros y la reverberación de la cueva transmita la noticia a toda la sierra.
El icónico santuario de San Miguel del Aralar y sus alrededores, lugar de viejas leyendas, enigmáticas historias y una casi desconocida prehistoria, en su ladera sur hacia el Valle del Arakil protege en sus rincones más de 20 dólmenes de la Edad del Bronce, los más grandes y espectaculares de la sierra. Este templo no se esconde, bien a la vista y ostensible de lejos se presenta como si extendiera un manto de protección y vigilancia a toda la Sakana.
Un santuario también es un lugar donde se honra a la naturaleza y al espíritu de nuestros antepasados, Aizpearro es de este segundo tipo, un recóndito templo natural, un capricho cincelado por el paso del tiempo y sus extremas externalidades, el sitio perfecto para ejercitarse en franca libertad, algo que no conviene a una jerarquía autorizada pero sin control. Muy cerca de la de su vecino Martxo, allí está la chabola de Usaldezarra, con dos estancias interiores y una exterior, de tejado de tepe y en ruinas, fue quemada a mediados del siglo pasado porque decían era nido de pulgas. Frente a la chabola hay un precioso arkue, de los pocos que no han colapsado, una fresquera donde guardar el cuajo, alimentos, herramientas o bebidas espirituosas para volar atento y errante por un luminoso pasado.
A la luz de la luna, las estrellas cuentan que el último jentil del Aralar, hostigado por la ira, arrogancia y ambición de sus adversarios, todos y nadie, encontró en Aizpearro el sensato e imperativo dominio donde brindar el último adiós antes de afrontar su afortunado destino, el de la doble hélice de la vida que se desenrolla como caricia en paz y permite construir un nuevo principio con distinto final.